El bar del Sanborns tiene algo que trasciende la simple idea de sentarse a tomar un trago. Es un espacio que mezcla lo decadente con lo nostálgico, un refugio en penumbra que parece diseñado para amantes clandestinos y confesiones susurradas. Su decoración, sin grandes pretensiones, tiene algo irresistible: muebles amplios, un servicio con carácter, y ese tipo de ambiente que parece salido de una novela urbana.
Aquí, la coctelería no se complica: tragos clásicos como Sex on the Beach o Medias de Seda encuentran un lugar perfecto en esta barra, ideales para mandarle un mensaje silencioso al guapo del otro lado. La decoración, que no intenta esconder su desgaste, respira un aire de los años 80, como si nada hubiese cambiado desde las épocas de José José sonando en un teclado melancólico.
df
df
df
Pero lo que realmente distingue al bar del Sanborns es su carácter generoso. Llegar con hambre nunca es un problema: las botanas fluyen constantemente. Desde papitas y cacahuates enchilados hasta mini molletes, quesadillas o caldo de camarón, cada día hay una sorpresa que complementa las cubas que acompañan cualquier buena peda improvisada.
Hay algo de subversivo en admitir que estás ahí, en un lugar que alguna vez fue símbolo de unión familiar chilanga, a donde ibas todos los domingos con tus abuelos y que ahora conserva un encanto que mezcla la ironía con la autenticidad. Es un lugar para cantar a todo pulmón las canciones de amores perdidos, claro, dependiendo a la sucursal que vayas, o para reírte de ti mismo mientras disfrutas de su emblemática hora feliz. Mi combo favorito es pedir una orden de papas a la francesa y el 2×1 de margaritas de fresa.
Al final, el gozo de ir al bar del Sanborns está en entender que no hay lugar más auténtico para reencontrarte con lo esencial.
df
df