Ayer el “Pájaro” me llamó y me dijo: güey, vamos al Under. Jael festeja su cumpleaños ahí; va la morra que te late. Y sí, ahí estaba ella: Guapa, con una cerveza en la mano. Rodeada de amigas. Saludé a todas de beso. A ella hasta el último. Chuleó mi ropa. Hablamos, bailamos y, aunque convivimos con otras personas, siempre terminábamos juntos. Fui por dos cervezas. Dijimos que sería la última, pero seguimos ahí, comentando sobre cualquier cosa que nos permitiera prolongar nuestra unión: el terremoto, Game Of Thrones, OVNIS, su papá cruzazulino, Morrissey, los gustos culpables o la serie de Luis Miguel. Cuando nos dimos cuenta, ya casi no había nadie en el Under. Ella se veía brillante bailando Atomic de Blondie. Encontré al “Pájaro” pedo en los jochos de afuera. Le dije que debíamos irnos, que yo tenía partido y ella desayuno familiar. Nos subimos a un Uber y, tras un tenso silencio, le dije al conductor que sí, que siguiera la aplicación. Me acerqué a ella y la besé en los labios. Nos bajamos en mi departamento. En las escaleras me tomó de la mano. Abrí la puerta y saqué del refri las dos cervezas que me sobraron de una noche de FIFA. Puse una playlist y bajamos por un six. Cada quien se tomó dos y nos quedamos dormidos con la ropa puesta.

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El celular me despertó a las nueve de la mañana. Era Morris. ¿En dónde estás?, preguntó con tono molesto. Faltaban 15 minutos para el inicio del partido. Me levanté de la cama como si tuviera un resorte en el culo y busqué mi uniforme. Me dolía la cabeza, sentía la garganta rasposa y mi estómago pedía comida. Tengo que ir a jugar; por favor, espérame, le dije a ella y me despedí con un pico. Llegué a la cancha corriendo. Nos faltaba un jugador. Morris, desde adentro, me gritó: órale, cabrón. ¡Métete! Me ubiqué en la defensa lateral izquierda y di un partido para el olvido. Dos goles fueron culpa mía y vomité al medio tiempo (no sé cómo Romario podía jugar después de una noche de parranda, recuerdo haber pensado). Perdimos 4-0 contra unos chicos bien uniformados y más jóvenes que nosotros. Al final, Morris me dijo que qué onda conmigo. Otros compañeros me miraron con hostilidad y Juan Pablo hizo entrever con un comentario ácido que quizás el ciclo de nuestro equipo había concluido: Es claro que no hay compromiso. Por un momento me puse triste, pero la recordé frente a mí con una cerveza en la mano bailando Blondie y me dije: vale madres un partido si tu morra te espera en casa.

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