Necesariamente, a los monumentos los envuelve un aura de solemnidad –Levantar un monumento implica la intención de imponer memoria, de prolongar la existencia de algún personaje considerado honorable. No podemos escapar de los monumentos porque no hay nada más público que ellos. Pero algunas veces estas construcciones acaban siendo inaccesibles, olvidadas o en este caso, su propio anti-monumento.
El paseo del rock mexicano se alza curiosamente de entre los árboles en el Parque López Velarde en la Roma Sur. Lo rodea un espacio cuya suciedad y hedor incomodan. Hay botellas en el piso, zapatos abandonados y cajetillas vacías. Sin querer, este monumento se convirtió en un altar a ese movimiento que a lo largo de los años ha incomodad o a los más conservadores.
La construcción tiene pedestales en tres niveles que con placas de metal que solían rendir homenaje a músicos anacrónicos y extraviados como Los Locos del Ritmo, los Tex Tex, las Víctimas del Doctor Cerebro y Cecilia Toussaint. Pero las huellas de las placas que ya no están y ahora solo revelan su descuido. No hay nombres ni pistas de qué banda pasó por ahí.
Detrás de eso, como suspendida en el aire, se alza una guitarra negra, con una placa conmemorativa de los 50 años del rock en México. Allí se lee una leyenda burocrática que es casi una paradoja del rock: “Más que un ritmo, el rock es una forma de vida que ha marcado a varias generaciones”.
El rock salió victorioso en este anti-monumento involuntario, que resultó –gratamente– fallido, nostálgico, antisistémico (parecido a un hoyo fonqui); en contra del ideal de monumento.
El rock resurge de maneras insospechadas en este refugio a los desorientados que, caminando, se topan con un espacio abandonado. Si el rock hablará diría que no quiere monumentos, si tuviera uno lo derrumbaría o lo volvería un espacio en ruinas, como es el Paseo al rock.
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