“Pásale mi niña que aquí no cobramos por ver”, me dice una mujer de peluca rosa y tacones de plataforma negros mientras subimos las escaleras que dan al espacio principal del Teatro Garibaldi. El teatro es un lugar al que te adentras, no hay de otra.

Son casi las 3 de la mañana y mi cuerpo ya no aguanta más. En cada peldaño arrastro los pies junto con más de treinta personas. Parece que el lugar acababa de abrir.  “Es normal, a esta hora se aperra porque después de las tres el cover es más caro”, le dice un hombre de playera negra muy pegada a su amigo con aspecto primerizo.

La entrada está sobre Eje Central, casi en la esquina de Plaza Garibaldi. Es una puerta negra con una T en la parte de arriba de la fachada naranja. Una “T” como único indicio del famoso after, que aunque como bar abre a las 9pm, su verdadera fiesta empieza a las 3 de la mañana.

“Hoy no hay evento, eh”, advierte el cadenero que sin sonrisa cobra los $50 pesos de cover. Nadie se ve desilusionado por la noticia. Sea la noche que sea, el teatro es una fiesta que no cesa. El teatro no finge ser nada más que lo que es: una enorme y honesta máquina de espectáculo, roces discretos y acercamientos obvios. Sensaciones a cambio de afecto. Hedonismo. Placer a cambio de cualquiera que sea el precio abstracto de mañana.

“Báilale, báilale”, insiste mi amigo Renato que tal vez lleva demasiadas cubas encima. Y entusiasmado por los precios moderados y la canción de Thalia va por una más.  Arrasando con la vida/cosechando la alegría/ no hay obstáculo que me impida/disfrutar de un nuevo día/ arrasando con lo bueno/ desechando todo lo malo. Yo ni siquiera puedo bailar. Hay tanto sucediendo que me siento casi abrumada. Esta fiesta es un manjar para cualquier voyerista, aquél que no quiere perderse nada, que devora con la mirada y pretende guardar en su memoria toda escena que se le presente.

Sobre el escenario con telón tornasol y diamantina está una imitadora de Alejandra Guzmán que, con micrófono apagado, canta los éxitos de la reina de corazones.Unos metros atrás, una pareja se abraza con pasión. Pareciera que disfrutan de un concierto privado. Su jugueteo de manos y besos nos dejan a todos fuera de su burbuja romántica. Del otro lado, un grupo de drags bailan mientras sirven más alcohol en sus vasos. Se ríen y entre tacones puntiagudos y altos, dejan caer las cenizas de sus cigarros. Se preparan a dar el próximo espectáculo.

“Chula, chula, soy yo Osmar”, le grita con euforia una de ellas a mi amiga. Viene vestida de falda y blusa verde. Su peluca negra y tacones transparentes la hacen destacar de entre la gente. “Amiga, obvio me reconoces”, le reitera emocionada. “¡Osmar!”, contesta finalmente mi amiga, “no sabía que tú…” y pausó. No supo ni qué decir pero al parecer conocía a Osmar y no a la reina de la noche.  

“Él es el que me hace las uñas en el salón cerca de mi casa”, explica mi amiga mientras nos presenta. “Me hubieran dicho que venían y las ponía en lista, chulas”, respondió mientras buscaba algo desesperadamente en su bolsa.

Osmar, quien en las noches viste ropa de mujer y usa plataformas altísimas sacó un papelito de su cartera con coca y volteó apenada: “Ay, perdón mis niñas es la única manera de aguantar los zapatos toda la noche. ¿Ustedes cómo le hacen sobrias?”, dijo mientras inhalaba un poco del polvo blanco de su papelito que parecía acordeón de escuela. “¿Qué toman?”, preguntó al agarrar una botella de whisky de la que no quedaba mucho y terminó por vaciar en su copa.

Un grupo más tímido se mantiene en la parte de atrás. Son de los pocos que quedan en las mesas y que no se han querido o podido unir a la fiesta de adelante. “Qué perra, qué perra, qué perra mi amiga”, gritaron las drags señalando a una de peluca rosa que no quería subir a bailar con ellas. Todos coreaban en el escenario.

Entre brillo, shade y tequila, la noche se hizo día en el Teatro Garibaldi. Son las 6 de la mañana y el baile que al empezar la noche era discreto, a esta hora de la madrugada se convirtió en una coreografía fogosa. Hombres sin playera tomaron el escenario y bailan pegadito. Hasta los que traen tacones altos alzan los brazos como implorando ayuda para subir al escenario y formar parte de esa escena cachonda.

“¿Dónde está la salida?”, pregunta un güero con acento acompañado de unos extranjeros. “No hay, ya todos nos quedamos”, le responde arrastrando la voz, un hombre musculoso que brilla por su sudor. “Está por acá”, intervengo guiándolos  y aprovechando para también tomar ese tren que partía al amanecer, a la plaza Garibaldi y a otros desmañanados que seguían cantando con los mariachis de la plaza.

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