Decía Sylvia Plath que toda historia de amor es una historia de fantasmas. La de el Jardín López Velarde es de esas; un rincón querido y afantasmado en en la frontera de la Roma y la Doctores, tomado hoy por la estatua de un lanzador de Jabalina (¿nuestro Ozymandias?) y patinetos campantes entre los vestigios.
A la entrada del Jardín López Velarde se lee: Aquí antes había un panteón. Y sí, allí había un panteón. Y también un estadio. Y también un innovador conjunto multifamiliar. Pero vamos por partes.
Ramón López Velarde, nuestro primer poeta punk, era un coqueto e irredento caminante. Los domingos salía temprano de su casa en Álvaro Obregón para ver a las muchachas salir de misa. Se dice que era común verlo andar por Orizaba y desaparecer en los linderos del Antiguo Panteón de la Piedad, donde se refugiaba, con alguna musa, del barullo citadino.
López Velarde murió en 1921 y no pasó mucho tiempo para que su cementerio favorito también desapareciera. En su lugar, tres años después, inauguró con bombo y platillo el Estadio Nacional. Era enorme, todo un símbolo del progreso. Cabían 60,000 personas. Tina Modotti fue a tomarle fotos. Allí rendían protesta los presidentes y se celebraron los primeros Juegos Centroamericanos. Pero los fantasmas regresaron a reclamar su territorio y el estadio no perduró. Su demolición dejó un único vestigio: la escultura de un lanzador de jabalina en una de las entradas del Multifamiliar Benito Juárez, otra historia de fantasmas.
La entonces unidad habitacional más moderna de la ciudad se levantó sobre las ruinas del Estadio en 1952. Pura arquitectura funcionalista de primer orden diseñada por Mario Pani y Salvador Ortega. Los muros del conjunto, decorados por Carlos Mérida, eran todo un lujo.
Luego, los espasmos incontrolables de 1957 y 1985 dejaron en pie unos cuantos edificios que mantienen su color carmín y un perímetro baldío que hoy es un parque con algunos juegos infantiles y mucha sombra. El Jardín López Velarde.
Cae la noche sobre el Jardín López Velarde. Ya no se ven patinetos ni vecinos paseando a sus perros. El lugar recobra algo de su antigua condición de cementerio. Un par de elegantes figuras recorren a paso lento, como flotando, sus oscuros senderos llenos de maleza y se pierden en la bruma de la quietud.