Son las tres de la tarde de un jueves y estoy parado en el cruce de Cuauhtémoc y Viaducto, enfrente de Parque Delta. Tengo 19 años, un par de deudas y hasta ayer era un nini. Hace unos días, mi primo Christian me dijo en una peda: Güey, yo al día me ando llevando unas quinientas bolas nomás por vender cupcakes en la calle. Todo legal; si te aplicas, los sacas en chinga y te vas”. 

Me pareció buen bisne, así que hice un par de cursos y todo fine. Sólo tenía que hacerle chistes a la gente para que se enganchara y me comprara un pastelito por 40 pesos y tan tan. Negocio redondo. Y aquí estoy, esperando compradores con mi bolsita típica de mercado en la entrada de una pozolería comercial que les encanta a los godínez.

En mi mente tengo todo armado: en lugar de abordar con un “chistonto” a cualquier persona, prefiero ser estratégico y elegir a mis potenciales compradores: viejitas con la morralla del mercado, madres caminando con sus hijos (gorditos de preferencia), y chicas de preparatoria que podrían confundir mi venta con un potencial ligue. Si me rifo, hoy me voy a casa con un buen varo.

Echo un vistazo rápido. Veo a una viejita con bastón cruzando el eje entre la multitud. Es perfecta: sonriente y bonachona. Me le acerco. “Ni vengas a venderme tus chingaderas esas, ya los conozco”, dice sin que yo haya abierto la boca. Mi primer intento de venta se aleja con paso lento refunfuñando groserías. Pasan un par de personas apuradas: un chavo con mala cara y una pareja de novios peleando.

Ni loco me les acerco, digo entre dientes. Dos preparatorianas a la vista. Voy hacia ellas y les suelto uno de los piropos de mi repertorio. Ambas se ríen. Éxito. Después de persuadirlas, me dicen que no tienen dinero y se van. Les doy las gracias. Es difícil trabajar en la calle. Pasa una mujer con niño en mano. Sonrío y le digo que en mi bolsa tengo el secreto para ser una buena madre. Me ignora y entra al metro. Son casi las cinco de la tarde y no he vendido ni madres.

Siento una mano en mi hombro. Es un señor que recién salió de La Casa de Toño. La panza está a punto de explotarle. Tiene unos Ray Ban piratas y un palillo en la boca. Me pide que le venda dos “postres”.veApenas llevo 80 pesos. El torneo empieza mañana y quedé en pagarle a Mauricio tres arbitrajes que le debo, la inscripción al campeonato y el uniforme nuevo. Pienso que la vida es injusta: Yo tengo que pagar por jugar, mientras otros cobran fortunas. Y ni así pueden hacer un papel decente en el Mundial.

Decido cambiarme de esquina; a ver si por lo menos junto lo suficiente para poder pagarle a mi amigo el arbitraje. Lo de los uniformes será después. Alguna excusa inventaré.
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