El lunes 16 de octubre de 2005, a las seis de la mañana con cuarenta minutos, se desplomó la casa que se ubicaba en la calle de la Santa Veracruz 43, en la colonia Guerrero, a unos pasos de la Alameda Central. Luego de muchos años de clausura pudieron verse entre los escombros los antiguos mosaicos venecianos que adornaban las escaleras y los corredores del primer piso. Curiosos, periodistas, funcionarios y bomberos que acordonaron la casa durante el derrumbe se refirieron a ella como “la mansión mazahua” porque por algún tiempo un grupo de 42 familias mazahuas había vivido en la construcción.

casa requena

Durante años, varias personas trabajaron para encontrarle un mejor destino a la casa. En algún momento, las autoridades del Departamento del Distrito Federal pensaron en crear un museo o hacer del inmueble una extensión del Museo Franz Mayer, que se encuentra casi cruzando la calle. Incluso, en 1983, cuando la residencia estaba casi en ruinas, dos arquitectas, una colombiana, Luz Stella Collazo Sepúlveda, y otra paraguaya, Blanca Victoria Amaral Lovera, se dedicaron a visitar la casa, estudiarla y levantar planos. Con el resultado de su trabajo presentaron una tesis en la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía Manuel Castillo Negrete con el proyecto de restauración de la construcción. En ella establecieron los lineamientos para que la casa pudiera ser convertida en un museo. También por esas fechas, un grupo de arquitectos y diseñadores, encabezados por Pedro Ramírez Vázquez, quiso hacer de la residencia la sede de la Casa del Diseñador. Durante tres años, el grupo investigó acerca del inmueble y de sus posibilidades de restauración. Luego de tres años se retiraron, probablemente desilusionados, como todo aquel que trató con el INAH para que ayudara a la conservación de la Casa Requena. Lo que quizá nadie había sospechado es que desde el siglo XVIII ya había advertencias de su inminente derrumbe. Así pues, la casa había sobrevivido durante siglos, aun cuando desde la primera hasta la última de las personas que habían ido a valuarla habían sugerido que era más fácil volver a hacerla que restaurarla.

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La primera noticia que existe sobre la construcción es una escritura de compra-venta fechada en 1730. En ella se asienta que se localiza en la calle que va “del puente que dicen de los Gallos a la plazuela de San Juan de Dios”. El Puente de los Gallos es hoy Valerio Trujano, donde también hay un puente, pero por el cual ya no pasan gallos, sino ministros de la Suprema Corte de Justicia. El Maestro de Arquitectura y Alarife Mayor de la ciudad, Antonio Álvarez, dejó por escrito que “se midió el solar con una vara castellana y tuvo de frente 24 varas de oriente a poniente, y de fondo, de norte a sur, 38. La fábrica se compone de dos accesorias, zaguán y patio, y en él dos corredores sobre pilares de cantería, planchas de cedro, y en el patio cuatro aposentos y un pasadizo a la caballeriza, segundo patio y corral; también escalera principal de mampostería que desemboca en dos corredores en la misma conformidad que los bajos y por ellos vienen a las viviendas altas que son sala de recibir, sala de dos recámaras, dos cuartos de mozos, cocina y azotehuela común haciendo de sus piezas. Su fábrica es toda de mampostería, los techos altos y bajos de vigas de asierre y hechuras, las azoteas y pisos enladrillados, el patio y zaguán empedrado”. Noventa y cuatro años después, en 1824, en un nuevo avalúo hecho por don Manuel Heredia, precedido de un kilómetro de títulos —Teniente de Dragones, Arquitecto Mayor de esta Nobilísima Ciudad y de la Curia Eclesiástica, Académico de Mérito de la Nacional Academia de San Carlos de esta Capital— se sentenció: “Hay que volver a construir desde los cimientos”. Luego de décadas en las cuales la casa fue comprada y vendida fue a dar a manos de las monjas concepcionistas (¿cómo le habrán hecho para tener una propiedad luego de la Reforma?). Finalmente, las monjas le vendieron la casa a José Luis Requena, un abogado que venía de Tlalpujahua, Michoacán, acompañado de su esposa Ángela Requena, luego de hacer fortuna gracias a la explotación de la mina La Esperanza.

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Hacia 1895 el licenciado Requena estableció contacto con el pintor Ramón P. Cantó, y le pidió copiar los diseños de los muebles que aparecían en las revistas de decoración francesas que leía. Poco después contrató a un ebanista, el maestro Pomposo, para encargarse de construir los diseños de Cantó. Quizá fue un artesano contratado en algún taller del centro de la ciudad; lo importante es que —tal vez sin saberlo— construyó los muebles más bellos de inicios del siglo xx. José Luis Requena fue hijo de Pedro Requena Estrada, gobernador interino de Campeche que hiciera una fortuna comerciando con maderas preciosas. Cuando aseguró su fortuna, don José Luis se dedicó a decorar la casa de la Santa Veracruz según la fantasía desbordada de Cantó, quien pintó los biombos, los ángeles del techo, las flores de las paredes y el decorado de la sala. Por su lado, Requena diseñó el estilo gótico que abunda en la decoración de la casa. Cada ornamento era un símbolo colocado en un lugar preciso: los cardos, representación de la madurez, se encontraban en la recámara del matrimonio Requena. La sala estuvo decorada con acantos, flores que fueron dibujadas en los muebles, las paredes y las pantallas de vidrio de la lámpara principal. El comedor, a su vez, se encontraba decorado por una enredadera de caoba que parecía salir de las paredes hasta alcanzar el techo. Pero las partes del mobiliario que más han destacado son las recámaras construidas para dos de las hijas: Guadalupe y Luz. Para Guadalupe fue diseñada la recámara del pavorreal en 1908. Una de estas aves con las alas abiertas e incrustadas con piedras coronaba la cabecera de la cama. Para Luz, la menor, fue construida la recámara de la Caperucita, en la que se representaban escenas del cuento de Perrault. Había objetos que no podían hacerse en México: la tapicería que se encargó en París, así como el gran abanico de la sala y las cortinas. La alfombra fue mandada hacer a Austria. En su aspecto general, la casa parece una obra de Gaudí: desbordante, fantasiosa, llena de exuberancia.

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José Luis Requena tuvo que abandonar el país con su familia en 1914, perseguido por Victoriano Huerta. Los Requena se fueron a Nueva York, donde estuvieron seis años, mientras su casa permanecía abandonada en la ciudad de México. Allá en Estados Unidos murió Pedro, el tío “Peter”, el poeta de la casa. Cuando los Requena volvieron a su casa, colgaron en la sala el retrato de Pedro Requena, hecho por el pintor Alfredo Ramos Martínez en Nueva York. Pedro murió a los 25 años, víctima de la epidemia de influenza que mató a más de 50 millones de personas en 1918. Entre los papeles que guardaba, sus padres encontraron este inicio de poema: “En medio del camino de la vida me encontré cara a cara con la muerte; venía por mis pesares atraída, venía tal vez por mejorar mi suerte; la amante de los siglos […], ¡la eternamente fuerte!”.

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Los Requena continuaron viviendo en la Santa Veracruz hasta 1967, año en que murió la última de sus habitantes, Guadalupe, la ocupante de la recámara del pavorreal. Ya para entonces, uno de los muros de la casa se había derrumbado luego de un temblor. Los muebles comenzaron un lento desgaste hasta que, en 1971, la actriz Patricia Morán, casada con el gobernador de Chihuahua y prima hermana de los Requena, logró con la colaboración de Pedro Fossas Requena —heredero del inmueble— que fueran trasladados a la Quinta Gameros, en Chihuahua.

* Fotografías tomadas de Grandes casas de México, blog de Rafael Fierro Grossman.

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