Para muchos nacidos fuera de la capital, la Ciudad de México es un monstruo con el cual se batalla a diario. Una arena a la que sales cuando amanece para enfrentarte con sus bestias mecánicas –y más bestias aún quienes las manejan con torpeza y furia–; el lugar donde vas a dejar todo para buscar la gloria o por lo menos respirar un día más.

Entre esos innumerables gladiadores llegados de tierras lejanas –o al menos a más de dos horas en automóvil– están los Zapién, una familia de guerreros originaria de Zacapu, Michoacán, que con más sueños e ilusiones que certidumbres llegaron a la capital en 1978.

rincón tarasco

Foto: © Aníbal Barco

Los Zapién no llegaron solos al entonces Distrito Federal. Consigo traían una poderosa arma pasada de generación en generación: la receta familiar de las carnitas estilo Michoacán. Ya asentados abrieron un pequeño local en la colonia Escandón –un templo dedicado a la veneración del cerdo– al cual muchos conocen como Paraíso y otros conocen por su nombre terrenal: El Rincón Tarasco, el lugar donde se preparan –sin temor a escribirlo– las mejores carnitas de la Ciudad de México.

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En este pedacito de tierra michoacana, la gloria se sirve dentro de un par de tortillas grandes y es tan abundante que difícilmente podrás cerrar el taco. Si bien la cantidad impresiona –aunque seas de buen diente difícilmente tendrás espacio para comer más de tres tacos–, la calidad es lo que hace a este lugar un homenaje al cerdo.

Para honrar el sacrificio de este delicioso animal y dignificarlo, aquí se ofrece de todo. La maciza es muy jugosa –y tan suave que se deshace apenas la tomas con los dedos– con ese color marrón dorado que caracteriza a la carne confitada durante horas. Los auténticos conocedores de este manjar michoacano encontrarán en el buche –la tripa del cerdo– una consistencia más firme y sin fibras pero con un sabor a manteca más acentuado.

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La nana –el útero– se distingue por su textura y suavidad que hacen que a cada mordida sientas una caricia. Hay quienes dicen que la costilla es lo más preciado de las carnitas –aquellos que la prefieran encontrarán aquí un magnífico trozo de carne con hueso–, pero la joya de la corona es la barriga. La barriga o panza –o pork belly para los esnobs– es el tour de force de este local, el logro excepcional de la familia Zapién y una muestra convincente del poder creador del ser humano: un generoso pedazo de carne con una capa superior de cuero que se deshace como mantequilla con apenas el calor de la boca.

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Las salsas –dos crudas (roja y verde) y las rajas de chile manzano en escabeche– aportan la acidez necesaria para cortar la grasa en cada mordida al taco, así como un tímido picor que te trae de vuelta a la realidad. No, no estás soñando; estás más vivo que nunca.

Complementan el menú de este templo porcino el chamorro, la oreja, la lengua y la trompa, así como los mixiotes de carnero y las crujientes quesadillitas de sesos. Para bajar el bocado, un refrigerador lleno de refrescos –aunque por mucho la mejor opción es y será siempre un Boing de mango–.

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Puedes vivir sin haber probado las prodigiosas carnitas y no pasa nada. Pero una vez que las pruebes no dejarás de salivar cuando pienses en ellas. No por nada El Rincón Tarasco lleva 40 años derrotando cada día a esa monstruosa y bella Ciudad de México.

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